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jueves, 16 de mayo de 2019

Quinientos metros por seis


   Todas las tardes, menos los fines de semana, uno que otro viernes y días cuando la flojera o alguna razón poco pesada, se apodera de mí, voy a caminar en un circuito cerca de casa que se supone tiene unos quinientos metros por vuelta. Doy seis. Ni una más, ni una menos.   
   Allí me encuentro con varias personas, cada una en su propio halo misterioso de ejercicios. Hay un grupo genial, sobre todo por la gentil señora que al verme, siempre se acerca a saludar y a iniciar una pre charla antes de dejarme arrancar con mi rutina. Bella, blanca como la porcelana, flaquita de cuerpo pero robusta de energía y ánimo. Siempre sonriente. Nos estamos conociendo, pero me parece que es jodedorcita. Se nota que es la líder de su grupo, porque es esa que está pendiente de todos los carros que llegan, y que con espléndida vigilancia porque de paso ella es elegantísima, los cuida mejor que esos que luego te piden pal fresco. A veces me la encuentro sentada con su grupo y otras cuando ya viene de regreso a su punto de contacto, porque también ella da sus vueltas, eso si, con un enorme paraguas cubriéndola del a veces inclemente sol.     Está informada hasta los tuétanos. Sabe la noticia de último momento. Te echa algún cuento de su vida en cuestión de minutos y su voz suavecita, bajita pero picarona te hace querer oírla con atención para no perderte ni uno solo de sus detalles. Una vez que he cumplido con el protocolo, continúo mi pequeña, corta y tranquila caminata para al menos mover un poco el esqueleto y si Dios me lo permite, llegar a esa edad que calculo yo, debe estar entre la de brillante y la de mármol.
   Al ratico, me tropiezo con otra señora sola, que camina moviendo los brazos y el torso como quien empuja a alguien a quien no quiere cerca. Pero la empuja varias veces, montones de veces. Duro. Camina rápido, sin freno, como si la persiguieran, pero es pura impresión porque no corre. Uno la ve de lejos, y no sabe a ciencia cierta si lo que se te viene es una avalancha. Al acercarse, su sonrisa premeditada y su saludo rápido y tosco te cachetea casi sin darte cuenta y así pasa violenta y estrepitosamente, arrastrando con ella todo lo que encuentra a su paso, pero yo sigo en pie. Respiro y pienso en un obstáculo esquivado. 
   La manada de gatos ocupando las gradas es de fotografía. Un día de estos los uso de modelos. No soy fanática de los gatos pero admiro su belleza. Me cuentan que antes había muchos más, aparentemente el grupo se ha ido desvaneciendo. Verlos, más que genial, es poético.     Un pequeño grupo se enfrenta al sol con los ojos semi cerrados, no sé si con la idea de broncearse o solo retar a éste a ver quién puede más. Otro solo se lame sus partes con una intensidad tan conmovedora que ofende. No sabes si seguir viendo o también enfrentarte al sol o a otra realidad. Uno en particular, se pasea con aires de absoluto prestigio como diciendo: - Es a mí a quién tienes que ver, perra -. Son increíbles, los hay de todos los colores, tamaños y contexturas. Me miran con altivez cada vez que paso por sus aposentos. A menos que estén en plena contienda con el astro Rey o como el conmovedor aquel, se pendonean por las gradas, para recordarte que son suyas y de nadie más y mientras tanto, solo me imagino con una silla y un látigo para hacer de éste, un obstáculo dominado.   

   Seguidamente encuentras las gradas llenas de padres que acompañan a sus hijos mientras practican béisbol. A medida que pasas por esa curva, sientes todas las miradas sobre ti, como la de los gatos pero con desazón, aunque tu mayor preocupación realmente sea que no te peguen un pelotazo en la cabeza por alguna bola extraviada que la cerca no pudo detener. Más de un susto me he llevado, sobre todo cuando escuchas la voz de algún muchachito que grita—CUIDADO CON LA PEL… - y ésta ya ha caído a menos de un metro de tu posición, haciendo ese sonido seco y hueco que te advierte, que siempre te advierte. Obstáculo salvado.   
   Toca el turno de la zona donde hay máquinas de esas para tonificar. La última vez que las usé, me lesioné la rodilla. Obstáculo pendiente.    Por último y para no hacer muy largo este relato. Hay un señor que cada vez que nos cruzamos, deja una estela larga e incesante de su colonia favorita.  El señor se parece mucho a Woody Allen. A lo mejor va perfumado por si llegan los paparazzi. No importa cuanto camine, la estela sigue, y cuando por fin creo que se va a disipar, ya hemos dado la vuelta y nos hemos vuelto a cruzar. No en vano el dicho aquel que dice que “todos los caminos, llevan a-roma”.
   La vida está llena de obstáculos, unas veces éstos te empujan con tanta fuerza, que te apartan del camino. Otras veces te miran y se burlan de ti, tratando de que te sientas pequeño e inoportuno.   Algunos implican un gran riesgo que simplemente debes tomar, mientras que otros solo te inspiran tanto miedo que prefieres dejarlos pasar. Pueden aparecer camuflados, tentadores y olorosos pero con algunas trampas. En fin, con ella hay que tomarse su tiempo, hay que recibirla con agrado, conversar un rato, sonreir, escuchar y a veces dejar que ella haga el trabajo sucio. A la vida solo hay que prestarle un poquito de atención para comenzarla a caminar, aunque sea con un paraguas en la mano.


miércoles, 15 de mayo de 2019

Teléfono, queso y zapatos


   Les voy a contar una historia con final extraño pero feliz.

   Ayer me di cuenta de que había extraviado mi celular. Busqué, busqué, busqué y no apareció. Pensé en lo que hice, los lugares en donde estuve y nada. Puse a todos a buscar el bendito celular. Hasta acudí a José Gregorio de la Rivera, que tiene el don de hacer aparecer los objetos perdidos y le recé para que hiciera su milagro. Le prendí una vela. Le volví a rezar. Busqué en el armario, en el abecedario, debajo del carro, en el negro en el blanco, en los libros de historia, en las revistas, en la radio. Busqué por las calles, en donde mi madre, detrás de los cuadros, en mi monedero, en dos mil religiones. Lo busqué hasta en mis tuits. Llamé a mi vecina, a mi hermano y al lugar de los quesos al que había ido el día anterior. Me atendió una muchacha que inmediatamente le preguntó al de la caja y pude escuchar a lo lejos un rotundo NO seco, despiadado e incólume. Sentí que mi telefonito ya era una mortadela Galaxy.

   Volví a hacer memoria: Antes de salir a celebrar el día de la madre, envié un par de mensajes de felicitación. Acto seguido, me fui a un almuerzo. Cumplido el protocolo de inicio, nos sentamos a tomar un vino, comer unos aperitivos, conversar y disfrutar de la comida.   En algún momento, mientras llenaba una copa de vino, ésta se desparramó por la mesa, se rompió y el vino fue a dar al piso.   Una vez todo limpio, me percato de que mis zapatos blancos están manchados con el preciado líquido y procedo a quitármelos rapidamente para lavarlos en la batea (me la prestaron). Recuerdo haberles quitado las trenzas y remojarlas por un minuto. Me quedé descalza. Ya en casa y con el vino en mi cabeza, el día continuó sin ninguna pista. Llegó la noche y fui a casa de unos amigos. Los domingos vemos GOT juntos.

   Ese fue otro de los lugares a escudriñar pero también había quedado descartado. Seguía pensando en el señor de los quesos. Pero NO, algo me decía que él no podia haberse “embutido” mi celular. No parece ser de esos. Insistí en el carro, mis amigos, mi hermano, mi casa. Decidí no darme mala vida. Era un buen teléfono. Tenía esa capacidad de memoria que a mí me falta. Lo extrañaría. Comencé a avisar a mi gente para que me eliminara del whatsapp hasta nuevo aviso, también me dediqué a cambiar todas las claves de mis aplicaciones. Triste, desolada pero haciéndome la desentendida, llegó el siguiente día que es el de hoy.

   Abrí los ojos a las 2:55 a. m. De la nada, mi mente me llevó a recordar que en efecto NO me había llevado el celular al lugar de los quesos. Poco a poco mi mente se esclareció y tuve una regresión increíble. Parecía la señora cuervo de los tres ojos. De repente tuve una visión. Me levanté de la cama, fui a hacer pis (siempre debo hacer pis), regresé a mi habitación y para darle más suspenso al asunto, tomé una linterna para no encender la luz. Abrí mi closet, saqué los zapatos blancos que se empaparon de vino y ¡VOILÀ ! mi pequeño, blanquito, precioso y preciado telefonito, estaba allí, dentro de uno de los zapatos. Guardadito como un tesoro, calladito, completico, perfecto. Lo puse a cargar y me volví a acostar hasta que caí en el más profundo de los sueños. No sin antes agradecer al universo, a Dios, al Santo de la estampita, a mi mamá, a mi vecina, a mi hermano y al señor de todos los quesos del mundo entero mundial. Ahora lo que no recuerdo son las claves que cambié.