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domingo, 8 de septiembre de 2019

La niña del tiempo ulterior


   La niña que dejaba todo para después, pensaba que siempre tendría la oportunidad de hacer las cosas… ¡para después!.  No era solo procrastinar por procrastinar, era simplemente algo que formaba parte de su naturaleza más íntima. ¿Por qué apresurarse cuando se tiene tanto tiempo para hacer o deshacer? - Se preguntaba.  
  
Tener 24 horas, 1.440 minutos u 86.400 segundos al día supondría tiempo suficiente para tener la facultad de dejar todo para después.
   Levantarse de la cama, orinar, lavarse los dientes, tomar café, desayunar, tender la cama, arreglarse, descansar, secarse el cabello, salir, llorar, hacer esa llamada, preparar el almuerzo, terminar aquel proyecto, llamar a su amiga, perdonar, limpiar el piso, arreglar esa gaveta, planchar la ropa, afeitarse, comprar el bombillo, subir contenido, mirar el cielo, hacer ejercicios, respirar aire puro, decir te quiero, tener un hijo, abrazar fuerte, sonreir con ganas, hacer morisquetas, decir la verdad, fijar posición, leer un libro, confiar en alguien, ajustar ese botón, probar nuevas recetas, besar a ese alguien, visitar a esa persona, cumplir una promesa, botar el bolígrafo que no escribe, amar, dejar de criticar, comprometerse, comer sano, dejar atrás (aunque sea por un ratico) los prejuicios, aceptarse como se es, trabajar duro, regalar a otros lo que realmente no usas, dormir más, pagar la luz, gritar, atreverte a hacer algo que nunca antes hiciste, redoblar fuerzas (o ropa), comprar ese vino, equivocarse, respirar, reflexionar, compartir tu tiempo, ayudar a otros, tener sexo, aprender un idioma nuevo, hacerse esa limpieza facial, darse una ducha larga, comer chocolate, acariciar a un perrito, comenzar la dieta, cumplirla, ser, quererse… 

  
La verdad es que el tiempo pasa volando y esto es literal. Creemos que los segundos, minutos, horas, días y años serán eternos y no, la realidad es muy diferente. Cierras los ojos y cuando los abres, entiendes, que ya no eres el mismo, que el tiempo pasó y que lo hizo tan rápido que ni cuenta te diste. Inmediatamente ves, que dejaste de hacer mil cosas por creer que eso nunca ocurriría. El tiempo no procrastina. El después, no es más que una trampita de la vida, un anzuelito dentro de una palabra, una inacción bien tejida que te va envolviendo mientras crees que te da abrigo y que al final te deja al descubierto y te hace pasar mucho mucho frío.
   Algunas cosas no deberían dejarse para más tarde en el tiempo, más alejado en el espacio… o para después. No se trata de correr o de apresurarse más de lo debido o de posponer y aplazar una tarea o responsabilidad por algo más gratificante. A veces evadir algo que puede valer mucho la pena, usando otra actividad como refugio para no enfrentarlo resulta en un error. Se trata de avanzar, de vivir, de no retrasarse, de aprovechar la temporada, de ser la mejor fruta de estación, de experimentar la oportunidad.   No podemos atrapar el tiempo, éste es experto en escaparse por miles de rendijas invisibles, pero si podemos disfrutarlo y sacarle ganancia. 
  Iba a hablar de esa niña que dejaba todo para después. Una niña que se distraía con facilidad, una niña un poco dispersa que a veces está y otras se pierde en una nube sin forma que la eleva hacia el infinito y luego la deja descansar sobre una colcha de algodón imaginaria. Una niña que se asoma a su ventana para ver ¿qué le trae la brisa de nuevo o qué aroma se siente en ese nuevo día que empieza?, una niña que espera recibir sorpresas insospechadas y que se queda esperando sin que nada de eso ocurra. Una niña que nunca se aburre pero que se lamenta de no tener cosas más divertidas para contar.     Una niña que deja todo para luego porque piensa que así, podrá disfrutar aún más de eso que aún no ve. Una niña que se encierra en un pequeño espacio que la mantiene inmóvil y que no entiende por qué en vez de seguir escribiendo esto ahora, prefiere dejarlo para otro día por contar.









domingo, 14 de julio de 2019

El arte de hacerse vino


    Como todo arte, la habilidad de hacerse viejo es sumamente subjetiva y requiere de mucho esmero y dedicación.   Con los años nos vamos deteriorando y necesitamos de procesos dedicados a nuestra preservación, conservación y hasta restauración. Las arruguitas comienzan a aparecer, nuestro cabello va perdiendo brillo y adquiere porosidad, nuestra piel tiene tendencia a la resequedad, nuestras orejas comienzan a agrandarse, nuestros ojos a achicarse, nuestros dientes a separarse, superponerse, sobreponerse y a salirse de la cola pues. Por alguna razón nuestras facciones se hacen más punteagudas. Nos encogemos, nos ensanchamos, adelgazamos o nos excedemos en la masa muscular, pero sobre todo nos volvemos más obstinados, más tercos, más rebeldes, más malcriados y más difíciles.
   ¿En serio es así? ¿Tan desaliñada imagen tenemos de la vejez? ¿Ese es el retrato general que viene a nuestras mentes cuando pensamos en lo añejo de nuestro ser? ¿Es así lo que la acción del tiempo puede ocasionarnos a todos cuando perdemos esa vitalidad, esa frondosidad y ese vigor que emanamos cuando aún somos jóvenes criaturas del universo? La verdad es, que a veces es todo lo contrario.
  Se dice que mientras más antiguo sea un vino, mejor es.  Y es que hay vinos que mejoran con los años. Entonces, ¡seamos como el vino!
   Para lograr esto, primero debemos recolectar nuestras mejores uvas, nuestras mejores virtudes. No es difícil, porque todos conocemos nuestras bondades aunque a veces nos enfoquemos en negarlas. Bondades que otras veces también, tendemos a someterlas a mucha presión y luego las aplastamos tanto que las hacemos puré. No, a todas esas cualidades debemos tratarlas con mucho cuidado, podarlas con delicadeza para que salgan intactas. Sin embargo, existen ciertos dones que empalagan, y ahí precisamente está la importancia de la fermentación controlada. Hasta al empache de bondades le hace falta a veces, un poco de amargura. 

    Algunos vinos necesitan de más de una fermentación. Si no nos fermentamos, no existimos. Una vez cumplido este proceso de filtrado, llega el momento de introducirnos en nuestro tonel o barrica que no es más que el espacio en el que nos movemos. Nuestra burbuja. La madera de la cual estamos hechos. Algunas son duras como el roble, perfectas para el vino tinto más no tonto con aromas frutales o de café, almendras y hasta caramelo.         La madera de cerezo, la acacia y el pino evoca frutos rojos, toques especiados y notas florales y tostadas. Y así tenemos tintos, blancos y rosados. Comienza entonces el momento de maduración y avanza también nuestro proceso de oxidación. Tristemente, algunos vinos tienden a evaporarse pero afortunadamente otros si llegan a embotellarse.          En este punto, es cuando aparecen infinidad de presentaciones de cepas, etiquetas, tamaños y colores. Lo frágil del vidrio, lo tóxico del plástico y hasta lo barato del cartón. 

      Llega un momento en la vida, en que decidimos ser felices. Ese momento puede ser cuando tienes 15 años, cuando tienes 30, cuando casi pisas los 50 y hasta cuando ya la memoria no te da para saber que edad tienes.
  Lo importante es tener presente, que nunca es tarde para comenzar a ser feliz. Esa decisión le corresponde únicamente a quien la profesa. Decides irte por los caminos verdes, rosados o hasta los más negros. Tomar riesgos, y a pesar de todos tus miedos, todas tus dudas, todos tus desaciertos, eliges seguir hacia adelante, tomarte ese riesgo fondo blanco y avanzar.
    Todo vino tiene un momento ideal para ser disfrutado pero también todo vino tiene una fecha de caducidad. En ocasiones, no queda más que dejarnos decantar. Separarnos de ciertos desechos encasillados en algún fondo, liberarnos, oxigenarnos y despertar nuestro verdadero aroma.
    Seas, ligero, seco, dulce, semiseco, ácido, con mucho cuerpo, sin él, complejo, intenso, espumoso o especial.
    Seas un Merlot, Malbec, Cabernet Sauvignon, Chardonnay, Carmenere, Pinot Noir, Tinto de verano o Sangría.
    Tómate siempre en serio. Acepta tu prolongada o no, crianza en barrica o en botella. Disfrútala. Sácate el corcho y permítete respirar.
      Deja fluir tu esencia, conviértela en un buqué de calidad y brinda, brinda siempre por ti.


jueves, 16 de mayo de 2019

Quinientos metros por seis


   Todas las tardes, menos los fines de semana, uno que otro viernes y días cuando la flojera o alguna razón poco pesada, se apodera de mí, voy a caminar en un circuito cerca de casa que se supone tiene unos quinientos metros por vuelta. Doy seis. Ni una más, ni una menos.   
   Allí me encuentro con varias personas, cada una en su propio halo misterioso de ejercicios. Hay un grupo genial, sobre todo por la gentil señora que al verme, siempre se acerca a saludar y a iniciar una pre charla antes de dejarme arrancar con mi rutina. Bella, blanca como la porcelana, flaquita de cuerpo pero robusta de energía y ánimo. Siempre sonriente. Nos estamos conociendo, pero me parece que es jodedorcita. Se nota que es la líder de su grupo, porque es esa que está pendiente de todos los carros que llegan, y que con espléndida vigilancia porque de paso ella es elegantísima, los cuida mejor que esos que luego te piden pal fresco. A veces me la encuentro sentada con su grupo y otras cuando ya viene de regreso a su punto de contacto, porque también ella da sus vueltas, eso si, con un enorme paraguas cubriéndola del a veces inclemente sol.     Está informada hasta los tuétanos. Sabe la noticia de último momento. Te echa algún cuento de su vida en cuestión de minutos y su voz suavecita, bajita pero picarona te hace querer oírla con atención para no perderte ni uno solo de sus detalles. Una vez que he cumplido con el protocolo, continúo mi pequeña, corta y tranquila caminata para al menos mover un poco el esqueleto y si Dios me lo permite, llegar a esa edad que calculo yo, debe estar entre la de brillante y la de mármol.
   Al ratico, me tropiezo con otra señora sola, que camina moviendo los brazos y el torso como quien empuja a alguien a quien no quiere cerca. Pero la empuja varias veces, montones de veces. Duro. Camina rápido, sin freno, como si la persiguieran, pero es pura impresión porque no corre. Uno la ve de lejos, y no sabe a ciencia cierta si lo que se te viene es una avalancha. Al acercarse, su sonrisa premeditada y su saludo rápido y tosco te cachetea casi sin darte cuenta y así pasa violenta y estrepitosamente, arrastrando con ella todo lo que encuentra a su paso, pero yo sigo en pie. Respiro y pienso en un obstáculo esquivado. 
   La manada de gatos ocupando las gradas es de fotografía. Un día de estos los uso de modelos. No soy fanática de los gatos pero admiro su belleza. Me cuentan que antes había muchos más, aparentemente el grupo se ha ido desvaneciendo. Verlos, más que genial, es poético.     Un pequeño grupo se enfrenta al sol con los ojos semi cerrados, no sé si con la idea de broncearse o solo retar a éste a ver quién puede más. Otro solo se lame sus partes con una intensidad tan conmovedora que ofende. No sabes si seguir viendo o también enfrentarte al sol o a otra realidad. Uno en particular, se pasea con aires de absoluto prestigio como diciendo: - Es a mí a quién tienes que ver, perra -. Son increíbles, los hay de todos los colores, tamaños y contexturas. Me miran con altivez cada vez que paso por sus aposentos. A menos que estén en plena contienda con el astro Rey o como el conmovedor aquel, se pendonean por las gradas, para recordarte que son suyas y de nadie más y mientras tanto, solo me imagino con una silla y un látigo para hacer de éste, un obstáculo dominado.   

   Seguidamente encuentras las gradas llenas de padres que acompañan a sus hijos mientras practican béisbol. A medida que pasas por esa curva, sientes todas las miradas sobre ti, como la de los gatos pero con desazón, aunque tu mayor preocupación realmente sea que no te peguen un pelotazo en la cabeza por alguna bola extraviada que la cerca no pudo detener. Más de un susto me he llevado, sobre todo cuando escuchas la voz de algún muchachito que grita—CUIDADO CON LA PEL… - y ésta ya ha caído a menos de un metro de tu posición, haciendo ese sonido seco y hueco que te advierte, que siempre te advierte. Obstáculo salvado.   
   Toca el turno de la zona donde hay máquinas de esas para tonificar. La última vez que las usé, me lesioné la rodilla. Obstáculo pendiente.    Por último y para no hacer muy largo este relato. Hay un señor que cada vez que nos cruzamos, deja una estela larga e incesante de su colonia favorita.  El señor se parece mucho a Woody Allen. A lo mejor va perfumado por si llegan los paparazzi. No importa cuanto camine, la estela sigue, y cuando por fin creo que se va a disipar, ya hemos dado la vuelta y nos hemos vuelto a cruzar. No en vano el dicho aquel que dice que “todos los caminos, llevan a-roma”.
   La vida está llena de obstáculos, unas veces éstos te empujan con tanta fuerza, que te apartan del camino. Otras veces te miran y se burlan de ti, tratando de que te sientas pequeño e inoportuno.   Algunos implican un gran riesgo que simplemente debes tomar, mientras que otros solo te inspiran tanto miedo que prefieres dejarlos pasar. Pueden aparecer camuflados, tentadores y olorosos pero con algunas trampas. En fin, con ella hay que tomarse su tiempo, hay que recibirla con agrado, conversar un rato, sonreir, escuchar y a veces dejar que ella haga el trabajo sucio. A la vida solo hay que prestarle un poquito de atención para comenzarla a caminar, aunque sea con un paraguas en la mano.


miércoles, 15 de mayo de 2019

Teléfono, queso y zapatos


   Les voy a contar una historia con final extraño pero feliz.

   Ayer me di cuenta de que había extraviado mi celular. Busqué, busqué, busqué y no apareció. Pensé en lo que hice, los lugares en donde estuve y nada. Puse a todos a buscar el bendito celular. Hasta acudí a José Gregorio de la Rivera, que tiene el don de hacer aparecer los objetos perdidos y le recé para que hiciera su milagro. Le prendí una vela. Le volví a rezar. Busqué en el armario, en el abecedario, debajo del carro, en el negro en el blanco, en los libros de historia, en las revistas, en la radio. Busqué por las calles, en donde mi madre, detrás de los cuadros, en mi monedero, en dos mil religiones. Lo busqué hasta en mis tuits. Llamé a mi vecina, a mi hermano y al lugar de los quesos al que había ido el día anterior. Me atendió una muchacha que inmediatamente le preguntó al de la caja y pude escuchar a lo lejos un rotundo NO seco, despiadado e incólume. Sentí que mi telefonito ya era una mortadela Galaxy.

   Volví a hacer memoria: Antes de salir a celebrar el día de la madre, envié un par de mensajes de felicitación. Acto seguido, me fui a un almuerzo. Cumplido el protocolo de inicio, nos sentamos a tomar un vino, comer unos aperitivos, conversar y disfrutar de la comida.   En algún momento, mientras llenaba una copa de vino, ésta se desparramó por la mesa, se rompió y el vino fue a dar al piso.   Una vez todo limpio, me percato de que mis zapatos blancos están manchados con el preciado líquido y procedo a quitármelos rapidamente para lavarlos en la batea (me la prestaron). Recuerdo haberles quitado las trenzas y remojarlas por un minuto. Me quedé descalza. Ya en casa y con el vino en mi cabeza, el día continuó sin ninguna pista. Llegó la noche y fui a casa de unos amigos. Los domingos vemos GOT juntos.

   Ese fue otro de los lugares a escudriñar pero también había quedado descartado. Seguía pensando en el señor de los quesos. Pero NO, algo me decía que él no podia haberse “embutido” mi celular. No parece ser de esos. Insistí en el carro, mis amigos, mi hermano, mi casa. Decidí no darme mala vida. Era un buen teléfono. Tenía esa capacidad de memoria que a mí me falta. Lo extrañaría. Comencé a avisar a mi gente para que me eliminara del whatsapp hasta nuevo aviso, también me dediqué a cambiar todas las claves de mis aplicaciones. Triste, desolada pero haciéndome la desentendida, llegó el siguiente día que es el de hoy.

   Abrí los ojos a las 2:55 a. m. De la nada, mi mente me llevó a recordar que en efecto NO me había llevado el celular al lugar de los quesos. Poco a poco mi mente se esclareció y tuve una regresión increíble. Parecía la señora cuervo de los tres ojos. De repente tuve una visión. Me levanté de la cama, fui a hacer pis (siempre debo hacer pis), regresé a mi habitación y para darle más suspenso al asunto, tomé una linterna para no encender la luz. Abrí mi closet, saqué los zapatos blancos que se empaparon de vino y ¡VOILÀ ! mi pequeño, blanquito, precioso y preciado telefonito, estaba allí, dentro de uno de los zapatos. Guardadito como un tesoro, calladito, completico, perfecto. Lo puse a cargar y me volví a acostar hasta que caí en el más profundo de los sueños. No sin antes agradecer al universo, a Dios, al Santo de la estampita, a mi mamá, a mi vecina, a mi hermano y al señor de todos los quesos del mundo entero mundial. Ahora lo que no recuerdo son las claves que cambié.